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IN MEMORIAM
MI PADRE, ESE GIGANTE
Muchas veces en la vida dejamos de hablar de nuestros padres por un falso pudor que quizás nos venga de una educación en la cual los sentimientos debían ser ocultados y su exteriorización comportaba una mancha de debilidad o, cuando menos, una sensiblería inapropiada en el varón. Leo el último libro firmado por Paul Auster, para mí el mejor escritor contemporáneo en lengua inglesa y uno de mis favoritos junto a Cervantes y Herman Melville (para gustos, colores). Ya había leído “La Invención de la Soledad”, me sobrecogió la franqueza con que habla sobre la relación con su padre o, más bien, la limpieza con que la planteaba. Ahora de nuevo vuelve a surgir el tema en su última obra. Siempre procuro dialogar con Auster (para mí leer es dialogar con el autor) y en uno de esos momentos, sentado en mi butaca de lectura, en mi despacho, rodeado de los libros que me han acompañado, aconsejado y hablado durante mi vida, me dijo: “…como siempre habías tenido la seguridad de que viviría muchos años, nunca hubo urgencia alguna en disipar la niebla que rondaba entre vosotros, y por tanto, cuando asumiste el hecho de su inesperada y súbita muerte, te quedaste con una sensación de asunto inacabado…(*)”.
Hace casi tres años que mi padre falta de mi lado y ,paradójicamente, la orfandad de su ausencia proyecta una sombra alargada que cobija cada vez más mi entendimiento sobre quién fue y, más concretamente, quién fue para mí y ello hace que sienta como nunca su presencia. Hace dos años que entré en la categoría de los cincuentones, lo que me permite tener más pasado que futuro, complacerme en la nostalgia abriendo ese armario ropero atestado de cachivaches que es mi memoria y sorprenderme con los recuerdos que ya solamente puedo yo valorar , perdonarme y perdonar para seguir viviendo en paz, preocuparme más por la muerte y menos por sus consecuencias y proyectar mi esperanza en mis hijos, como creo que hizo mi padre. La verdad es que era un gigante no solo porque a los ojos de un niño todo tamaño o longitud es desproporcionada, ni porque su estatura y porte excediera con mucho el estereotipo de señor bajito y con bigote que en los años sesenta del siglo pasado (qué rara me suena esta expresión) conformaba la medida del varón español, es que además su figura ha ido creciendo en mí, agigantándose, durante los años que llevo vividos en su presencia y en su recuerdo. Podría relatar miles de experiencias de vida compartidas y transmitidas con amor sobreentendido y entusiasmo expreso –el cine americano, el swing, la pulcritud, los modales y el porte, su sentido de la familia y sus pocos y buenos consejos (ambos adjetivos son consustanciales a este sustantivo). Una sola vez dije a mis padres que los quería y los echaba de menos, lo hice de manera epistolar, en la distancia física de la separación estudiantil y en la distancia espiritual que marca la adolescencia. Debieron pensar posiblemente que estaba enfermo porque, a vuelta de correo, me comunicaron que si necesitaba algo lo pidiese sin reparar en el gasto. Creo que con una sola vez no basta, ni siquiera con diez veces diez mil; me avergüenzo de no haberlo hecho más y me consuelo con que, al menos, una vez lo intenté y lo conseguí. Cuando mi padre pasó a dormir definitiva y eternamente, sus manos estaban enlazadas a la de sus hijos y éstos a las de nuestras mujeres en un círculo que cerró una etapa de nuestra existencia, en ese ciclo que es la vida sus manos fueron enfriándose y su calor se transmitió a esa cadena que sigue aquí descansando bajo su sombra. Si pudiera elegir la manera de morir, -no morir no es un opción- me gustaría que fuera como la que acabo de relatar. Aún siento nostalgia de su mano en la despedida. Su cuerpo se fue marchitando con los surcos que la vida va labrando lenta e inexorablemente y por su impenitente hábito de fumar. Pudo haber vivido más, creo que no mejor. Siempre estuve obsesionado con que estuviera orgulloso de mí y sé que lo estaba aunque no lo hubiese intentado. Me siento feliz de pensar que quizás, algún día, mis hijos pudieran recordarme aunque sea mínimamente con la intensidad y el cariño con que yo añoro a ese gigante que era, es y será siempre mi padre.
(*)Paul Auster, Diario de Invierno, páginas 36 y 37, Editorial Anagrama, 2012
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