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jueves, 13 de septiembre de 2012

MI MADRE

MI MADRE. Nunca se suelen encontrar relatos sobre una madre, poemas acaso sí. Se da por hecho que una madre lo es todo para sus hijos, que da lo mejor de sí por todo y todos. Es cierto y la evidencia nos lleva a dar por sentado que no resulta preciso hacer siquiera mención de lo que representa su dedicación en nuestras vidas. Madres no hay más que una, otra obviedad. Por todo ello quiero referirme a la mía, no a las de todos. Quiero hablar de mi experiencia, de la corta experiencia de su presencia y de la larga sombra de mi orfandad. Este relato empieza por el final, mi madre falleció al poco de cumplir cincuenta y cuatro años, un desabrido seis de junio. Veinticuatro años la tuve conmigo, con mi familia. No pasa ni un solo día sin que me acuerde de ella. La evoco como una mujer inacabada porque la muerte se la llevó en la sazón de la vida, en ese punto en que las personas empezamos a mirar con cierta distancia nuestra trayectoria vital y empezamos a comprender la urdimbre de la existencia, ese momento en que nuestra andadura comienza a dar fruto. Pero como el viento manchego que seca la flor del almendro, un inusual y día frio de junio se la llevó. Como muestra de su carácter puedo contar una anécdota que a nadie dejará indiferente. Una semana antes de dejarnos para siempre tuvo arrestos para coger su carrito de compra, acercase al mercado y dejar la despensa familiar provista para todo un mes. Quizás pensó la que se le venía a la familia y que las penas con pan son menos, así era mi madre. A menudo me planteo cómo hubiese sido su existencia si hubiera nacido veinte o treinta años más tarde, siempre le gustó trabajar fuera de su hogar como lo había hecho de joven en la expendeduría de tabacos que regentaba mi abuela, nunca protestaba por los malabarismos económicos que implicaba el gobierno de la casa, la recuerdo a principios de cada mes con el sobre que le daba mi padre, elaborando montoncitos con los billetes y apartando algo para el ahorro, anotando todo con esa letra redonda de pulcra ejecución y perfecta ortografía. La recuerdo durante las tardes largas del estío, en esas conversaciones lentas con mi padre entre las que se adivinaban risas y confidencias , en las tardes serenas de otoño haciendo jerséis y colchas con que ganarse un dinero extra, la visitas del domingo de parientes cercanos a los que atendía con paciencia y un sonrisa como sólo ella era capaz de proferir, sus exigencias para que estudiáramos más y mejor, para que fuéramos “alguien” un día no muy lejano y sobre todo lo que callaba, no necesitaba decirlo todo, a veces una mirada bastaba para saber si estaba contrariada o satisfecha. Había sido y era una mujer muy hermosa. Todavía, cuando un conocido me para por la calle y me reconoce como su hijo, se le enciende la mirada en su recuerdo. María Salud se llamaba. Me hizo prometer que cuidaría de mi padre y de mi hermano. Lloré el día que mi hermano se casó , lloré el día que mi padre se fue junto a ella y lloré el día que recé por ella en el santuario de Nuestra Señora de la Salud en Córdoba. Círculos cerrados promesas que se cumplen, quizás no tan bien como ella hubiese querido, seguro, no importa, hace tiempo que aprendí a perdonarme por mis debilidades y a vivir con esas tachas y valorando la satisfacción de al menos haberlo conseguido en cierta medida. Recuerdo su última Semana Santa, caminando tras el Cristo con mi padre. Nadie hablaba de ello en casa, mi hermano era muy joven, mi padre no sé de donde sacaba fuerzas para mantener la calma y yo vivía en la desesperación de los días que se iban consumiendo sin remedio. Tengo la certeza de que ella también lo sabía y me dolía ver la entereza solitaria con que lo llevaba y la pena que, a veces, se dibujaba en su rostro, creo que esa pascua se preparó para afrontar lo inevitable. Se fue como vivió, sin ruido ni estridencias. El día que la enterramos hice un examen final de Derecho Civil, el triunfo de ese día se lo dediqué a ella, en su féretro quedó el cuestionario del ejercicio como ofrenda al esfuerzo que ella siempre nos pidió con su esfuerzo; a mi madre. No me vanaglorio de ello, de ella aprendí la entereza para enfrentarme a los reveses que la vida ha ido poniendo en mi camino, aprendí esa rebeldía serena que anidaba en ella y que le hacía refrenar sus anhelos y trocarlos por los de su familia. Creo que de haber vivido hubiese sido capaz de cualquier cosa, lo tenía todo por hacer. Antes de venir yo al mundo, pasó por dos partos fallidos, por eso mi alumbramiento un lluvioso y ventoso día de marzo debió ser una ocasión muy especial para ella, en el día de su trigésimo cumpleaños.Seguro que todo el dolor del complicado parto se le transformó en una sonrisa. Mi hermano vino con sorpresa sorpresa y regocijo nueve años más tarde y fue otra bendición que iluminó de nuevo la familia, su familia. Mientras, la tuve para mí nueve años de los que guardo intensos recuerdos. Cuando pronunciaba mi nombre completo ya sabía que tocaba reprimenda. Siempre tuve la sensación de que no quiso malcriarme y aun siendo mucho tiempo el que pasé como hijo único, raro por aquellos tiempos, jamás me dio cuartel para la autocomplacencia. Un día me llamó para darme una reprimenda por alguna trastada que ya no recuerdo. De pronto se dio cuenta que tenía ante sí un chaval de un metro noventa. Nos reímos. Mi infancia terminó ese día, se dio media vuelta y siguió criando a mi hermano. ¿Cómo describir a tu madre si no es con estos detalles vitales? Cuando un hombre pierde a su madre, la sensación de orfandad es terrible, es una mutilación espiritual tremenda, una familia no se recupera jamás de ello. Del tronco podrás podar las ramas , pero las ramas sin el tronco no son nada, ella era el centro familiar, todo estaba bien cuando ella lo estaba y no podía ser de otra manera. No pude despedirme de ella en su último minuto, mi padre sí. Cuando despedí a mi padre, cogí su mano y sentí que cogía la de los dos, no puedo explicarlo mejor. Ahora estoy aquí escribiendo este relato, en la soledad de la escritura , tras muchos años de aquello, cuando he podido reunir fuerzas para hablar de ello, ni un día ha pasado sin que la haya tenido presente desde entonces. Ningún hombre puede ser tan desalmado que no sienta por su madre lo que yo por la mía, no podría creerlo. La única esperanza que me queda en el ser humano es esa certidumbre. Si a un padre lo pones en un pedestal, tu madre es el aire que respiras, que lo circunda todo, que te ha dado y te da la vida y te permite vivirla con los ojos del desinterés por todo salvo el del amor por ese hijo. Es la semilla que algún día dará fruto en tus hijos. Si no se entiende esto, es que no se ha entendido por qué merece luchar en esta vida aunque se sepa desde el principio que vas a perder. Cómo se puede hablar de un ser tan querido sin dejarte el tintero vacío de tinta y lleno de lágrimas , expresando sentimientos que las palabras torpemente pueden acaso adivinar. Apelo al fondo de vuestro corazón para buscar allí ese sentimiento que la pluma y el papel no pueden aflorar cuando se habla de tu madre. Quiero acabar este relato con palabras de Steinbeck: Miró fuera a la luz del sol. Su rostro lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus ojos de avellana parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana. Parecía conocer, aceptar y agradecer su posición, la ciudadela de la familia, el lugar fuerte que no podría ser tomado. Y puesto que el viejo Tom y los niños no sabían del dolor o el miedo a menos que ella los reconociese, había intentado negar en ella misma el dolor y el miedo. Y ya que ellos la miraban, cuando pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba alegría, se había acostumbrado a poder reír sin tener las condiciones adecuadas. Pero la calma era mejor que la alegría. En la imperturbabilidad se podía confiar. Y desde su posición importante y humilde en la familia había obtenido dignidad y una belleza clara y serena. De su posición de sanadora sus manos habían adquirido seguridad, firmeza y calma; desde su posición de árbitro, había llegado a ser tan remota e infalible en sus decisiones como una diosa. Parecía ser consciente de que si ella titubeara, la familia temblaría, y si ella alguna vez verdaderamente vacilara o desesperara, la familia se vendría abajo, privada de la voluntad de funcionar (Las Uvas de la Ira, capítulo 8).

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